Hay objetos que utilizamos cotidianamente a los cuales no le damos la misma importancia.
Algunos de ellos cuestan con nuestra sobreprotección, pero otros, son tratados con total indiferencia. Este último es el caso de mis anteojos de sol.
Pobre de ellos. Más allá que no los use seguido porque mi vida pase más de noche que de día, realmente no llaman mi atención en lo absoluto.
Han sufrido unnumerables caídas, raspones varios, de limpiarlos casi nunca me acuerdo y ni hablar de andar guardándolos en el estuche cada vez que me los saco.
Es más, ni siquiera esos benditos anteojos llegaron hasta mí por propia voluntad: me los regalaron.
Creo que fue por el amor hacia la persona que me los regaló que ellos estuvieron conmigo por varios años.
¿Estuvieron dije? Si. Porque en la tarde de domingo fuimos al cine y, por supuesto, adentro me los saqué y los puse colgados en el bolsillo de mi pantalón. Cuando terminó la peli salimos de la sala emocionados comentándola... y bue.
Mis anteojos quedaron ahí. En la butaca o el piso. No sé. Y tampoco me importó mucho, porque me dí cuenta que no los tenía al otro día.
Que se le va hacer...
martes, 2 de septiembre de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario